Bajo la caricia del sol poniente en la costa coruñesa, cada fotograma de la sesión con Yeray latía con una sensualidad palpable. La sábana de seda negra se convirtió en una extensión líquida de su cuerpo, ondeando no como un accesorio, sino como una mano invisible que acariciaba los contornos de su piel. 
Esta fue una exploración del deseo en estado puro, un homenaje a la belleza masculina desatada. La cámara se convirtió en un amante silencioso, capturando el leve temblor de sus abdominales al respirar, la tensión en sus brazos al arquearse contra el cielo, y la huella húmeda que la seda dejaba al despegarse de su piel. La costa, testigo de la fuerza del mar, fue el marco perfecto para una masculinidad que fluía con la misma potencia y misterio que las olas. 

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